Pequeños rituales

El potaje de lentejas, el café de las tres de la tarde, las uvas y los 12 deseos con cada campanada el 31 de diciembre, el puchero en Semana Santa. Estamos hechos de pequeños rituales que nos sostienen a pesar del tiempo, la lejanía y la perdida de nuestros seres queridos. Esas ´cosas´ que están ahí cada día, que hacemos de forma automática como robots, son las huellas de las personas que han pasado por nuestras vidas; por eso creo que estamos hechos –además de lo que comemos, leemos y vivimos-  de rituales que tejemos en nuestro ADN a lo largo de los años. Son invisibles, pasan desapercibidos, pero son tan vitales como respirar.

Me di cuenta en estos día cuando vi que Úrsula, la tercera orquídea que ha llegado a casa y la única que ha sobrevivido, está cargada de pequeños botones a punto de florecer. Ella, afortunadamente, no ha tenido la misma suerte que sus antecesoras porque la he cuidado del mismo modo que mi madre cuida a las plantas. La he atendido con especial delicadeza, con pequeños susurros cada vez que le echo agua y con mucho mimo a la hora de ponerla en el balcón para que coja sol. Atender a Úrsula se convirtió en un pequeño ritual que me hace sentir más cerca de mi mamá.

Pero esta rutina sencilla con Úrsula también me hizo viajar a otro lugar. En Venezuela hay una comida típica que se hace durante navidad, la hallaca, y su historia se remonta a la época de la colonia española en el país. Se dice que los esclavos y sirvientes recolectaban las sobras de los platos que dejaban sus amos, las envolvían en una masa de maíz y luego en una hoja de plátano para tener una comida extra a las habituales. Así nació una de las mayores tradiciones que los venezolanos llevan consigo, no solo en el corazón, sino también a donde quiera que llegan con las maletas. (Para quienes sientan curiosidad: la hallaca es una masa de maíz pintada con onoto (ajenjo) y amasada con caldo de gallina, rellena de un guiso hecho con tres tipos de carne: ternera, cerdo y pollo, y encurtidos. Todo esto se cierra y envuelve en una hoja de plátano para su cocción. Por supuesto, cada familia le pone sus toques especiales al relleno, influye también de qué parte de Venezuela seas y lo que siempre se dice es que ´la mejor hallaca es la de mi mamá´)

La hallaca es una de las tradiciones más importante que conozco porque es un festín en el que la familia se reúne alrededor de la mesa para prepararlas. El día de ´hacer hallacas´ es una fecha sagrada que se marca y reserva en el calendario, sirve de excusa perfecta para reencontrarse con los afectos, para beber, para comer y para evocar a los que ya no están. Estoy convencida de que esta congregación de personas más que preparar un plato típico navideño, lo que realmente hace es envolver un país en hojas de plátano para rememorarlo en cualquier parte del mundo, preservar recuerdos para la posteridad, aliviar las penas del alma con el sabor especial del guiso hecho con la receta de la abuela.

Estoy segura de que cada familia tiene una tradición, un acto solemne, algo que debe hacerse sin chistar porque «así era como le gustaba a la abuela» o porque «a papá le encantaba picar las verduras de esa forma» Entonces, sin saber cómo, las manos comienzan a moverse solas como si tuvieran memoria, al mismo tiempo que un murmullo de voces suenan en la cabeza dando instrucciones.

«Pon la radio que van a dar las campanas» eran las palabras de mi madre cada 31 de diciembre cerca de la media noche, pero en realidad era la señal para salir corriendo a buscar las copas con las uvas y coger un lugar cerca de la radio. Con cada clann clannn de las campanas un deseo, luego el abrazo de feliz año y después veíamos los fuegos artificiales. Ese era nuestro pequeño ritual que, a pesar del tiempo, el agua y los kilómetros que nos separan, conservo y replico de forma automática. Cada diciembre, sin saber cómo, estoy en la sección de las frutas del supermercado buscando la bandeja con las uvas más bonitas. Me aseguro de lavarlas y contarlas bien. Cerca de la media noche, meto una mano en el bolsillo para confirmar que hay un billete dentro como lo hacía mi padre –no se puede recibir el año sin dinero, es de mal augurio- y luego sintonizo un canal de televisión para seguir la cuenta regresiva. Y aunque muchas veces digo «este año no voy a comprar las uvas» porque no puedo con el estrés que me genera engullir la fruta con cada repique al mismo tiempo que pido el deseo, sigo haciendo toda esta cadena de pequeños pasos porque es una forma de sentir muy cerca a mis seres queridos.

Si es que al final, las pequeñas cosas que viajan de generación en generación, son las que nos sostienen y recuerdan quiénes somos y de dónde venimos.

Betty Hernández

Betty Hernández
Betty Hernández
Periodista, locutora y migrante. Experta en escritura digital, periodismo institucional, radio y redes sociales. Es venezolana, de padre canario y madre portuguesa, vive en Granada desde 2019.

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