La dictadura del humo

40 grados. 14:00h. Es lo que marca la pantalla del centro de Granada mientras espero, a la sombra, que llegue el autobús. Agua, abanicos y continuos «¡Ay, qué calor!» es lo que borbotea entre quienes nos escondemos del sol, debajo de los techos metálicos de la parada. El sudor aprieta, y la desesperación también, porque el verano es maravilloso solo si te vas al campo,  te remojas todo el día en la piscina o tienes el aire acondicionado encendido las 24 horas.

¡Ahí viene! Grito, mentalmente, cuando veo en el semáforo de la esquina la trompa roja del autobús que me dejará a 100 metros de casa. Emoción a tope hasta que una densa nube blanca me ciega por completo. ¡¿Pero qué es esto, gas pimienta, burundanga, un coche que no pasó la prueba de emisiones de la ITV?! Mientras zarandeo las manos de un lado a otro e intento salir de esa blancura tóxica miro a una señora mayor, en apariencia inofensiva, que encendió un cigarro y escupió en mi cara todo el humo de la primera jalada que le ha dado, sin importar que el mismísimo Dios estuviera entre los mortales.

«Oiga, me he tragado todo su humo ¡y yo no fumo!» Le digo a la que podría ser mi abuela con la (tonta) esperanza que le dará vergüenza, hará un gesto de arrepentimiento, y -en mi delirio extremo- me ofrecerá una disculpa. Me mira, se encoge de hombros y en cuatro palabras demuestra la percepción que tienen algunos fumadores de la impunidad que los ampara: «¡Estamos en la calle!»

La traducción de ese «Estamos en la calle» sería algo así como: te aguantas porque en la calle todo es válido, o ¡y a mi qué me importa que tu no fumes!, o ¿pero te crees que no voy a encender un cigarro porque tengo gente alrededor?. Peor aún, ese «Estamos en la calle» que la dulce anciana me escupió, junto al humo del cigarro, sería el equivalente a: la violé porque iba sola por la calle, o estaba pasado de tragos y le pegué al primero que se cruzó en el camino, o escucho música en el autobús sin los cascos y todo el mundo tiene que aguantarse, porque ¨en la calle¨ se puede hacer lo que nos dé la gana.

Es alucinante la anarquía que existe en los lugares públicos y aunque, hay que decirlo, son pocos los abusadores, lo que sucede es que se comportan como mafias organizadas, intimidando y sometiendo a las mayorías . Nada tan alejado de la realidad. Las minorías marcando –o mejor dicho dañando-  el ritmo de la cotidianidad: el vecino mal portado que pone música a todo volumen daña la tranquilidad de una veintena de familias; el amante de los animales que no recoge lo que el perro expulsa de sus tripas y se carga en tres segundo el trabajo de las cuadrillas de limpieza; los dos niños desadaptados que propinan palizas a un salón entero.

Lo irónico es que ante este escenario –cuando una persona se carga la convivencia de otros- ocurren dos cosas: lo primero es que, por lo general, el que rompe las reglas (o lo que es lo mismo: al que le importa medio pepino que su comportamiento afecte a los demás) es asiduo a una causa social, ecológica o pet friendly, es decir ¡mucha doble moral!; y lo segundo que sucede es que cuando alguien intenta poner límites o exigir respeto a quienes no comprenden que viven en una sociedad, corre el riesgo de, además de ser insultado, quedar como el violento, el conflictivo, el victimario. ¡Mundo al revés! Hace tiempo leí en una columna que escribió Leila Guerriero -periodista y escritora argentina- que si tuviera un superdpoder sería el estar siempre contenta. Algo muy lindo pero bastante utópico. En mi caso, si contara con un superpoder, me encantaría tener la capacidad de inocular a los humanos altas dosis de sentido común, a ver si de esa forma entendemos  que, a pesar de estar en la calle, no podemos pasar por encima de los demás, pero si este superpoder es muy complicado, lo cambiaría -sin pensarlo- por mandar a Marte a quienes no respeten las normas mínimas de convivencia ciudadana.

Betty Hernández
Betty Hernández
Periodista, locutora y migrante. Experta en escritura digital, periodismo institucional, radio y redes sociales. Es venezolana, de padre canario y madre portuguesa, vive en Granada desde 2019.

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