Todos mentimos y quien se ofenda al leer esto y diga ¡YO NO MIENTO! es un mentiroso, pero, como cuesta mucho decir la verdad y no quiero que nadie se sienta insultado, lo voy a escribir en primera persona: he mentido y lo sigo haciendo. Lo que ocurre es que, como todo en la vida, tratamos de correr sobre algunas cosas una especie de manto de invisibilidad, para que no pese tanto o duela menos.
Yo, por ejemplo, durante más de 4 años tomé un jugo verde en ayunas, de plátano, espinacas y pepino. ¡Sabía horrible! pero lo preparaba porque la vecina que tenía cuando vivía en Caracas, me dijo que era bueno para la salud y como en aquel entonces mi única actividad física era hacer colas larguísimas en los supermercados para comprar comida, tomaba ese batido espantoso convencida de que me haría más fuerte. Mientras lo engullía sin respirar, además de pensar que era medicina pura, creía que la situación del país iba a mejorar. Fueron años de mentiras que me dije a mi misma, tanto con el brebaje como con Venezuela, hasta que un día dije ¡NO AGUANTO MÁS!. Y así es como, desde hace cinco años, vivo en España y a mi licuadora no he vuelto a invitar al plátano, a la espinaca y al pepino. Sin embargo, como lo escribí antes, sigo mintiendo o más bien mintiéndome, sobre todo cuando la memoria, en una de sus tantas triquiñuelas, bloquea un recuerdo o experiencia; debo reconocer que lo cuento quizás no como sucedió, sino como me hubiera gustado que pasara. Es como empatar piezas sueltas y, por qué no, colorear un poco la realidad. «La memoria es un cuento que nos contamos a nosotros mismos» lo dijo Rosa Montero, en una entrevista que le hicieron en Buenos Aires en 2015, y yo no puedo estar más de acuerdo con este pensamiento.
Pero, además de mentirosos, también creo que somos contadores compulsivos de historias por naturaleza. La necesidad de narrar experiencias reales o ficticias, propias o ajenas, es lo que nos mantenía unidos alrededor del fuego en tiempos remotos y es en la actualidad el placer delirante de las sobremesas, el deseo de juntarnos con otros mortales y la urgencia de usar las palabras como un cable conector para sentirnos aceptados y queridos. Si hay una película que muestra a la perfección esto (lo de contar historias) es ´El gran pez´ (Big fish, 2003) del director estadounidense Tim Burton, a través del personaje principal de la trama, Edward Bloom, un hombre lleno de vivencias que las recita sin parar, en cualquier ocasión: por las noches cuando lleva a su hijo a dormir, en bodas o cenas familiares. Los cuentos entretienen a su esposa, amigos, conocidos, a todos, menos a su único hijo que, a medida que crece, siente que su padre es un mentiroso y se empeña en saber cuánto de verdad hay en lo que le ha dicho desde que era un niño. No haré spolier, por si no la has visto aún, pero lo que realmente hacía Bloom era contar la vida a su manera y darle a la realidad pequeños toques de fantasía para crear una versión aun mejor de lo que había ocurrido –quizás para aliviar el dolor y remediar las ausencias-. (Como dato adicional, también diré que ´El gran pez´ siempre me hace pensar que las historias que contemos hoy, será la forma en cómo nos recordarán mañana quienes nos conocieron, cuando ya no estemos ´aquí´)
Así que sí, soy una mentirosa y estoy a favor de las mentiras, de las piadosas como dice mi madre: las que consuelan para salir de la cama, las que rellenan vacíos en las historias, las que alimentan las esperanzas de volver a ver a quienes ya no están con nosotros, las que arrullan por las noches como canciones de cuna y las que calman a los corazones sangrantes.
Sí, estoy a favor de las mentiras que anestesian el dolor del alma y se convierten en un maldito placebo para salir a flote de los tsunamis emocionales; por eso, de vez en cuando, le pido a la vida: ¡por favor, hoy miénteme!
Betty Hernández.
