Balance de fin de año

Falta menos de 15 días para que termine el 2021, lo que quiere decir que nos queda muy poco para entrar en la neurosis colectiva de sacar cuentas desesperadas y agónicas de manera compulsiva. Pero cuando digo ´sacar cuentas´ no me refiero a echar números de las deudas que tenemos en la tarjeta de crédito o calcular en cuánto llegará la próxima factura de luz (algo imposible de predecir). No. De lo que hablo es sobre ese raro comportamiento que nos invade a los seres humanos, de querer contabilizar lo que hicimos con nuestras vidas en los últimos 365 días.

En este extraño proceso matemático, enumeramos por lo general lo que no se dio, salió mal, se perdió o murió. Los fracasos y el dolor. Lo que desapareció. Las plantas que no sobrevivieron. Lo que parecía que si, pero resultó que no. En fin, todo lo negativo. Es como si nos gustara habitar en el lado oscuro del mundo. Ser masoquistas, dirían algunos, porque solo calculamos el valor de la tragedia para nadar en ella como si nos sumergiéramos en el Pacífico sin bombona de oxígeno.

Durante la operación aritmética de fin de año, solemos contar los kilos que aumentamos en los últimos doce meses. Las puertas que tocamos pero que nunca se abrieron. Los mensajes que no recibieron respuestas. Los rostros que desaparecieron en el camino. Las veces que tuvimos gripe, fiebre, dolor de panza o bacterias en el cuerpo. El número de visitas que le hicimos al fisioterapeuta. Y ya cuando el año está languideciendo, todavía nos quedan fuerzas para contar las campanadas, las uvas y los deseos que, muy en el fondo, sabemos que no vamos a cumplir.

Y sí, es cierto que la vida suele ser agridulce y muchas veces hasta bipolar, pero ¿por qué nos empeñamos tanto en contabilizar las tragedias? ¿Por qué es más fácil vivir bajo el manto de la pena que desde el de la felicidad?

Pareciera que para enarbolar la bandera de un año exitoso –y presumirlo en las redes sociales- es necesario haber dado un paseo ´ida y vuelta´ al espacio, desarrollado una vacuna capaz de combatir todas las futuras variantes del COVID, alcanzado el millón de seguidores en Instagram o en su defecto ganado el premio gordo de la Lotería de Navidad. Pero ¿y quién cuenta los helados que nos comimos durante el verano? ¿la llamada que nos alegró aquel día de mierda? ¿la invitación al bar para celebrar el cumpleaños del amigo que acabamos de conocer? ¿El único SI recibido que lo cambió todo? ¿Cuando lloramos de tanto reír? ¿Las mañanas que salimos de casa con la temperatura a -4? ¿Las veces que, aún con el nudo en la garganta, dijimos ´estoy bien´ seguido de una sonrisa del tamaño de una catedral?

Yo es que la verdad creo que, además de regocijarnos en el drama, nos encanta ponernos el listón demasiado alto, como para poder alcanzarlo, con metas que sobrepasan nuestras capacidades. Nos mentimos, a lo mejor para encajar entre las mayorías o para vivir la vida como si se tratara de una competencia de talentos, al final cualquiera de las dos opciones son extremadamente agotadoras. Somos retazos de muchas historias, algunas con finalices felices, otras dignas de una novela negra; pero en todo caso aprendemos, crecemos y avanzamos, con lo reído y con lo llorado, con lo comido y con la bailado.

Reconozco que con tanto ruido y pandemia que hay a nuestro alrededor es muy fácil nadar en las aguas turbulentas del pesimismo y quizás por eso este año nos toque ser un poco como Rio, el personaje interpretado por el actor Miguel Herrán de la serie de La Casa de papel. Este en el último capitulo, arrodillado, atado de manos y con la amenaza de ser ejecutado le dice a sus compañeros que ´hay que pensar en positivo´. Cuando uno de los del grupo lo contradice, enumerando todas las adversidades que tienen frente a ellos y que ´el positivismo ha sido la ruina de la civilización´, Rio les recuerda que estuvo en una tumba en Argelia y que para mantenerse con vida pensaba en el futuro.

Pensar en positivo, aun con el viento en contra, debería ser el único propósito para el 2022.

Betty Hernández.

Betty Hernández
Betty Hernández
Periodista, locutora y migrante. Experta en escritura digital, periodismo institucional, radio y redes sociales. Es venezolana, de padre canario y madre portuguesa, vive en Granada desde 2019.

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