Monstruos de carne y hueso

Llevo días golpeando las teclas del ordenador, tratando de no escribir algo sombrío, o lo que es lo mismo, tratando de no escribir sobre la realidad del mundo en el que nos tocó vivir (da igual en qué parte del planeta estés) Es, por llamarlo menos, imposible. Por primera vez en mucho tiempo me siento derrotada, agotada y sin esperanza.

Hace un par de semanas un niño de 12 años se quitó la vida. No soportó más el acoso, o mejor dicho, las agresiones físicas y psicológicas de sus compañeros del colegio. Cuando abrí Twitter para leer qué pasaba en el mundo, aquel titular traspasó la pantalla del móvil y se instaló en mis huesos para siempre: ´Niño de 12 años víctima del bullying se suicida´.

Las cosas por su nombre. La verdad es que este niño fue víctima de unos monstruos de carne y hueso, alimentados, quizás, por el odio y la oscuridad de otros monstruos. Seres mutantes que cobran vida cuando alguien pierde la pelea. La sangre es el trofeo de sus victorias. Sembrar el horror es la motivación para salir todos los días de casa a por más víctimas.

Cuando este hecho se convirtió en noticia, fue imposible no recordar lo que escribió Irene Vallejo en su libro El infinito en un junco: “mi madre quiso enseñarme a leer y yo me negué. Tenía miedo. En mi colegio había un niño llamado Alvarito, hijo de maestros que había aprendido en casa. Cuando los demás todavía tartamudeábamos con los tarjetones de las sílabas, él leía de corrido con distraída perfección. Una facilidad pasmosa, difícil de soportar. La venganza se desencadenó en el patio de recreo. Lo perseguían. Gritaban: cuatro ojos, gordinflas (…) Alvarito había quebrantado el código de la escuela; se había pasado de listo. Sus padres tuvieron que cambiarlo de colegio”. Cuando leí este capítulo fui corriendo a Twitter y le escribí a Vallejo: ¡Yo también fui Alvarito!

A mis 8 años de edad, cuando estudiaba tercer grado, conocí lo que era el bullying. Unas niñas de mi salón me asediaban constantemente. Me reclamaban por sacar las notas más altas de la clase. Escondían mi meriendan. Enredaban en mi pelo chicles, basura, bichos y cualquier otra cosa que encontraran en el patio del recreo. Un día, enfadadas porque la maestra me escogió para leer, decidieron que a la salida me iban a dar una paliza. Apenas sonó el timbre salí corriendo. Ellas detrás de mi. Me gritaban y amenazaban. Apreté el paso hasta llegar a la calle principal desde donde veía mi casa. Mi madre, que justo en ese momento estaba asomada en el balcón, me salvó de ser golpeada. Al día siguiente me cambió de colegio, a mitad del año escolar.

En el primer día de clases del que sería mi nuevo colegio, le pregunté a mi madre antes de salir de casa ¿y si alguien quiere pegarme qué hago? Ella calló. No sabía qué decirme. Es la mujer más pacífica que conozco. Responder con violencia, aun cuando se trate de un instinto puro de sobrevivencia y defensa, no era –ni es- una opción para mi madre. De ahí en adelante, tuve que aprender por mi misma cómo evitar situaciones incómodas, soportar el bullying de mis nuevos compañeros y callar en casa para no convertirme en una estudiante itinerante por todos los colegios de la zona.

Gracias a mi madre, entiendo por qué existen personas que se horroricen con la decisión de algunos países de dotar –y apoyar- a Ucrania con armamento bélico, para combatir los ataques que está perpetrando Rusia en esa nación. Yo también me escandalicé al principio. Cuestioné esta solución tan expedita y dantesca: balas como respuestas, muertos por defender la libertad, avanzada del enemigo en terrenos encharcados de sangre. ¡El terror! Pero esto es la guerra y aquí no vale eso de ´hay que resistir con dignidad´, ´no podemos responder con violencia´ o ´es mejor lo que se evita´.

Aun cuando se suba el volumen de la música para silenciar el sonido de las balas, o se haga una trinchera de libros en casa (como lo hizo el investigador y escritor Lev Shevchenko) para protegerse de un misil ruso, la realidad supera la ficción. No podemos romantizar el conflicto.

Y si bien es cierto que no hay tragedia sin luz, también lo es que hay que llamar las cosas por su nombre. Un hombre que desestabilizó no solo la paz de uno de sus países vecinos, si no la del mundo entero; un hombre que muestra, como un perro rabioso que enseña los dientes, su arsenal nuclear como un posible botón que puede tocar en cualquier momento; un dictador que amenaza con encarcelar, durante 15 años, a toda persona que publique contenido contrario al régimen ruso, es un asesino confeso al que no se le puede responder ondeando banderines blancos al aire y suplicándole de rodillas el cese al fuego.

Los monstruos no viven en el fondo del armario o debajo de la cama. Un monstruo puede ser el vecino, la niña de tercer grado o el presidente de un país. Los monstruos son de carne y hueso.

Betty M. Hernández.

Betty Hernández
Betty Hernández
Periodista, locutora y migrante. Experta en escritura digital, periodismo institucional, radio y redes sociales. Es venezolana, de padre canario y madre portuguesa, vive en Granada desde 2019.

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