Solo hay que echar un vistazo por el mundo, y fijarse un poco en las cosas que hacemos, para darnos cuenta de que no estamos bien del todo, o de que no todos estamos bien. La extravagancia anida en nuestro entendimiento llegando a conseguir que actuemos como idiotas aborregados, sin criterio, dejándonos llevar por la corriente tumultuosa del consumo y las nuevas costumbres que nos impone, la estultez recalcitrante y la absurda cesión de derechos que le hemos concedido a jóvenes y niños sin detenernos un momento a pensar en el daño que le estamos causando a su futuro.
La aparición de redes sociales, aplicaciones, y demás parafernalias, en ocasiones maquiavélicas, están haciendo en los más jóvenes el mismo efecto que el Amadís de Gaula en el cerebro de Don Quijote: Secarlo. Y lo peor de todo es que los que estamos obligados a enderezar los caminos de nuestros sucesores en este mundo ingrato, asistimos impertérritos a ese desastre.
Sin embargo, no hemos de cargar sobre la espalda de nuestro mocerío solamente las culpas de este bochorno, ni mucho menos. Los que ya tenemos edades de razonar con madurez, siempre presuntamente, tampoco estamos muy allá, actuando muchas veces con menos seso que los leones de Las Cortes. Y verán por que lo digo.
Sería un bobo si no reconociera que Maradona ha sido un verdadero galáctico, el “barrilete cósmico”, apodo que le endilgó el locutor Víctor Hugo Morales aquél 22 de junio de 1986 cuando marcó a Inglaterra el llamado “Gol del Siglo”. Ha sido un jugador magistral, aunque yo no comparta con muchos el que haya sido el mejor del mundo, en todo caso uno de los mejores, pero ya está. Hay jugadores que han conseguido mejores réditos que él, aunque no hayan sido tan espectaculares.
Hacer de Diego Armando Maradona un ídolo deportivo tiene un pase; hacerlo un ídolo a secas no es ningún acierto. Es penoso que una persona desaparezca tan prematuramente, eso es, de verdad, lamentable; pero elevar a los altares a alguien con esa trayectoria es de tener el cerebro como Don Quijote. No, él no era “la mano de Dios”.
El asunto curioso está en la actitud de Paula Dapena, la jugadora gallega de fútbol que, sentada en el suelo y de espaldas durante el minuto de silencio que se guardaba en memoria del astro argentino, se negó a homenajear a quién, para ella, había tenido una vida personal poco digna de homenajes. Los que crean en cosas sobrenaturales tendrán materia de comentario, porque el equipo de Paula Dapena perdió ese día 10-0, curiosamente, el mismo número que lucía Maradona en su dorsal.
En todo caso, no se trata de sacar ahora las oscuridades de la vida del argentino, y mucho menos negar su genialidad. Lo que preocupa es que se idolatre a alguien que no ha sido un ejemplo precisamente. Parece que ser deportista de élite, cantante, actor, o ese nuevo término de cuño reciente: “Celebrity”, habilitan para desviarte del camino correcto y que luego te perdonen. Pero algunos ineptos van más allá y tienen el poco gusto de crear una “Iglesia Maradoniana”, una especie de sincretismo que me parece una falta de respeto a la religión, a las religiones.
Siento el máximo respeto por alguien que ya no está, pero ejemplos como este, y otros, acaban siendo perniciosos para una juventud que está más pendiente del móvil que de su propio futuro.
Los deportistas han de ser un ejemplo dentro y fuera de los estadios, los circuitos o las canchas; es una servidumbre que hay que pagar, es el precio de la fama. Pero esta absurda sociedad que hemos creado se alimenta del morbo, de lo fácil, de los detalles escabrosos…y al final los premia.
Miguel Ángel Sesarino
Es verdad que con “el pelusa” hay mucho “peluseo”