Compartimos tantas travesuras siendo tan pequeños, que en algunos momentos llegamos a sentirnos niños. Pero el mundo de los adultos nos devoró.
De buen seguro, si Toño, hubiera sobrevivido en aquel mundo de los adultos, escribiría:
«Cuando eres un niño y ves el odio del mundo de los adultos, y sobre todo, hacia ti, comienzas a construir un muro de defensa. Un muro, bien, de fichas de Lego, de Tente, de muñecos en formación frente a ti, o de coches de juguetes.
Según vas creciendo, aquellos primeros años resultan insuficientes, y comienzas a utilizar todo tipo de “enseres” para formar barricadas en las calles que llevan hacia la plaza de tu ¡Yo!
Con los años, la barricada pasa a ser una empalizada, con puerta, pues albergas la esperanza de que al final puedas derruirla tú mismo. Sin embargo, acaba siendo incendiada, y tú ¡Yo!, acaba malherido.
Te haces adulto, recuerdas entonces cuando eras niño y crees sentirte preparado para defender tu bastión, tu ¡Yo!, frente a la vorágine humana. Gran error.
Empiezas con un muro de piedra que se saltan como si fueran cabras. Después lo creces de ladrillos, y te lo escalan. Acabas construyendo elevados muros de hormigón, sin ventana o hueco alguno. Y aun así, te los dinamitan.
Cada vez los muros se parecen a esos videojuegos actuales de guerra, donde puedes poner todo tipo de muros, de alambras y armas de todo tipo.
Aun así, todo es para nada, y todo acaba en escombros. Hasta que te das cuenta que por muy alto y resistente que fuera el muro, por muy armado que estuviera en su parte alta, al final, inconscientemente dejabas una pequeña rendija, con la esperanza del inicio. Lugar que solo han utilizado para dinamitar tu mundo.
Así que un buen día, te sientas entre los escombros con tu ¡Yo!, y ambos contempláis las ruinas de una vida que se ha consumido como la leña de una fogata. Una fogata en la cual muchos han bailado a su alrededor, otros han caminado sobre sus ascuas y los que se han quedado, lo han hecho para arrojar arena y apagarla, nadie se ha dignado a arrojar un mísero leño para disfrutar del calor de esa hoguera, hoy consumida.»
Las barreras interiores nos ayudan a soportar nuestra existencia. Actúan como las barreras que se utilizan para retener la arena de una playa, de una duna. Resisten las arremetidas del viento, las mareas, pero por muy vacías que se queden, siempre retienen algo, siempre nos queda un sedimento.